martes, 2 de septiembre de 2008

LOS ARETES DE MEDIAPERLA


"Yo los guardo en un cofre dorado..."

Llegamos a Taxco un poco antes de las diez de la mañana y de inmediato fuimos al encuentro de un buen sitio para consumar -y consumir- el almuerzo urdido por nuestros estómagos en la carretera. Era un sábado de marzo, cálido y festivo. Luego de saborear una exquisita cecina de venado en salsa de jumil, nos entrevistamos con un funcionario de turismo del estado de Guerrero, con quien esbozamos los pormenores de una exposición de pisaje mexicano que montaría una pintora amiga mía en la siguiente Semana Santa en aquella colonial y espléndida ciudad. En ese momento, ninguno de los dos imaginó lo que ocurriría ese día.

Al cabo de un buen rato, caminamos por una callejuela cuyas bardas soportaban enormes racimos de bugambilias moradas y rojas, las cuales parecían sonreír a las marquesinas de teja contiguas. Allí una vieja vendedora de amaranto y miel nos indicó como llegar al mercado de artesanías. Justo antes de irnos preguntó si pensábamos comprar algo especial en aquel lugar.

-Unos aretes de mediaperla -contestó la morena, con cierta impaciencia.

Mi acompañante y yo, verdaderos maniáticos de la merca, convenimos en buscar unos zarcillos que hicieran juego con el collar de perlas -bueno, de imitación de éstas- que ella había comprado días antes en Perisur. De modo que fuimos, venimos, subimos, bajamos y ¡nada!. Cuando en ciertas tiendas algunas piezas no la dejaban satisfecha, en otras de plano no las había y los tan ansiados aretes parecían existir sólo en su imaginación.

-Seguro que en Taxco si hay -había sentenciado tiempo atrás mi menuda compañera de los ojos campantes-; ahora que vayamos por lo de la exposición, los compramos -añadiría-. Una jornada más que sorpresiva nos esperaba.

Los días anteriores a ese sábado en aquel pequeño paraiso colonial, que más adelante guardaríamos en el baúl de los recuerdos como imborrable, no se habló de otra cosa que no fueran los aretes de mediaperla y la dificultad para hacerse de ellos en una metrópoli como la Ciudad de México, donde diariamente brotan como hormigas centros comerciales, bazares, plazas, tianguis...Lo cierto es que apenas surgió la posibilidad de viajar a Taxco, el que comenzó a viajar fui yo, pero con la imaginación. Pensé que cumpliría con un compromiso laboral, encontraría los susodichos, pero, sobre todo y lo más importante: ¡por fin existía la posibilidad real de acurrucarme con esa criatura deliciosa!.La de los pies más hermosos que hasta entonces jamás había visto.

En el mercado de artesanías señoreaba un ambiente de verdadera feria, enmarcado por una tarde y un cielo limpios en extremo, apenas terminada una tupida aunque momentánea lluvia. Nunca habíamos visto cielo tan bonito: nubes de colores, un arco iris como los anillos de saturno de grande y los rayos del sol como si estuvieran pintados con oro y fuego. Pero, con todo, lo mejor estaba todavía por llegar.

De pronto, todo nos pareció muy alegre, se diría que recien bañado; como si las cosas fueran nuevecitas, apenas salidas de la mano de Dios. Pisando charcos que parecían de lumbre, recorrimos calles y callejones repletos de joyerías y compradores, sólo para acreditarnos desencanto tras desencanto en nuestro empeño por encontrar los aretes. Se repetía la historia de la Ciudad de México. Fiel a una actitud de claro desasociego, la morena apenas alcanzaba a rezongar algunas palabras imprecisas con quien sabe qué músicas en el pensamiento.

Poco a poco el día comenzó a despedirse. Las campanas de Santa Prisca saludaron con un tono peculiar en siete ocasiones el paisaje pueblerino, quizá anunciando una noche que no iba a ser facil de olvidar. Y entonces se deslizó nuevamente en mi pensamiento, como una dulce nota musical, la idea de encontrarme a solas con ella. Como tantas veces lo había imaginado: en una enorme habitación, cuyas paredes cubrieran lujosos espejos; enmedio de ésta una cama de madera, colchón redondo y sábanas de lino blancas, para contemplar sobre ellas su ondulada y negra cabellera; la opulencia de sus caderas, esos espléndidos senos que más de una vez me habían inquietado y la sensualidad única de sus pies. ¡Que goce el sólo imaginarlos...ver, acariciar y besar esos magníficos pies!.

Sonriente, la invité a buscar un hotel para pasar la noche. Enseguida pareció adivinar los deseos que en ese momento me comenzaban a quemar. Su respuesta fue una curiosa, más bien pícara, mueca. Así emprendimos otra búsqueda que, igualmente, se perfilaba como inútil. Estuvimos a visitar los cinco o seis lugares de alojamiento más importantes de Taxco, tan sólo para escuchar la misma respuesta: "no hay habitaciones".

Cerca de las nueve de la noche, decidimos, casi desconsolados, que nuestra presencia en el pintoresco hotelito que se alzaba frente a nosotros sería nuestro último intento para encontrar posada; en caso de fracasar, regresaríamos a casa enseguida.

No habíamos cruzado la pequeña cerca de madera, la cual sostenía un anuncio, "El Fortín de las Flores. Bienvenidos", cuando nos envolvió un estupor extraño que nos recorrió con tibieza de los pies a la cabeza. En la recepción, con nuestras manos sudorosas y firmemente entrelazadas, vimos que se acercó un hombre entrado en años y bajo de estatura -quien dijo llamarse Alfredo-únicamente para informarnos lo que menos queríamos.

-Esperen -dijo el tipo- cuando con el corazón a medio latir buscábamos ya la salida.

-Hay un cuarto, el nueve, que puede estar ocupado o ¡vacío!...depende, -añadió Alfredo con mirada harto extraña-

Nos relató que el cuarto había sido ocupado cuatro días antes por una pareja, "dizque de recien casados"; que desde entonces no los había visto entrar o salir, ni tampoco escuchar en su interior ruido alguno. Reconoció su negativa para abrir el cuarto y admitó su temor de encontrarse ante una tragedia y llamar a la policía, y no sólo perder su tranquilidad sino incluso su libertad y seguramente hasta su patrimonio. Con todo, nos invitó, decidido, a abrirlo y enterarnos de una buena vez lo había ocurrido allí.

Por un pasillo, largo y estrecho, llegamos a la puerta que tenía el número nueve. Las manos temblorosas del viejo hotelero introdujeron en la cerradura una llave plateada, mientras el azoro se apoderaba de los tres y hacía trabajosa nuestra respiración. Alfredo abrió la puerta y aquel fue un instante mágico. Allí estaba la habitación que había yo imaginado. Cubierta por ostentosos espejos y reflejando una cama redonda que era digna de los mismos ángeles. Me pareció tan inmensa que cualquiera hubiese creido que era un oceáno de sábanas blancas. Sin embargo, lo que más nos impresionó de lo que descansaba en esa exquisita plataforma era el color diverso de una buena cantidad de gerberas que, en perfecta comunión, se mecían sobre grandes chorros de miel. Esta última, por cierto, formaba un discreto charco, justo en el centro de la cama, y entre almohadones azul celeste guardaba en su interior las joyas más hermosas que jamás habíamos visto: unos ¡aretes de mediaperla!.

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