viernes, 25 de julio de 2008

UN SER SENTIMENTAL (O COMO LOS QUE SUEÑAN DE DÍA AMAN TANTO O MÁS QUE LOS SUEÑAN DE NOCHE)

Foto: Barry Domínguez


Para Diana, Paco, Diego y Rodro, mis amados hijos...a quien si no.



“El tiempo y la distancia no importan, sólo la vida.”

Mi casa, la casa de ustedes, como acostumbramos decir con sinceridad en provincia, para beneplácito de huéspedes y anfitriones, estaba acomodada en los pliegues de una pequeña loma de un pueblo guerrerense que tiene la gracia de llamarse Tierra, y como imitación del alma de sus habitantes, apellidarse Blanca. De ella recuerdo las más cálidas noches, que ha saboreado mi piel, así como los nardos y plantas de nochebuena que cultivaba mi madre.

Trazos de memoria

“Las estrellas como cobija”

El dormitorio que compartía con mi hermano mayor, si así se le puede llamar a un cuartucho de madera, techo de dos aguas, y coronado con teja rojiza, tenía dos ventanas encontradas; una miraba a un extenso patio con manglares y bananeros, quizá más allá algunos sauces y ciruelos; la otra daba a un corral de leños, gruesos y oscuros, qué por la forma de estrecharse a una frondosa bugambilia guinda, nunca dudé que estuviera enamorado de ella. Era en este segundo mirador, respaldado siempre por un cielo azul, que hasta hoy se viste de estrellas para salir de noche, por donde dejaba escapar mis fantasías de niño.

De noche, y visto desde mi segunda ventana, el panorama de mi pueblo era tan solo poesía. En esos momentos, incluso el frío que inquietaba mis pies desnudos, se hacia tibio, de tan sólo mirar la competencia fascinante entre luceros y luciérnagas, que tapizaban el horizonte convirtiéndolo en un lago de luces palpitantes. Siempre creí, que el fulgor de las estrellas tintinaba permanentemente, porque respiraba y se movía con vida propia; lo imaginaba como pequeñas embarcaciones en una gigantesca laguna.

Quién lo diría… Esa mi casa, de todos, de siempre, es ahora apenas una pequeña mancha parda trepada en una loma agreste, y como en un acto de venganza por el paso del tiempo a la que ha sido sometida, se ve de rodillas ante ese cielo claro que la vio erguirse hace más de cincuenta años.

Se dice que los adobes que antes fueron paredes, resguardan las ánimas de algunos muertos y un vivo; yo, que sin duda, junto a mis sueños, el alma que me impulsa ha definido el tránsito de mis vidas pasadas y encaminará las que me faltan.

Transpirando en una oscilante nostalgia y el alma de la mano, no sólo para aparecer en mi cara como una gota fresca de rocío en tarde calurosa, si no para recordarme quién soy y qué hago aquí, me animo y hago, con cierto temor, este repaso.

Cierto día dijo a mi madre don Goyo, el nevero…“Este mocoso no tiene un carajo de nariz, está chato”, cuando apenas sumaba yo cuatro o cinco meses de edad. Esta exclamación me identifica hasta hoy entre amigos y familiares de considerable edad, se lo llegué a dispensar aquel Santaclós de sombrero y huaraches poco después de saborear su nieve de chocolate, que, según él, “era especial para dioses”.

Debo admitir, también, los dotes filosóficos del nevero, muy conocido en Teloloapan, el pueblo más cercano a Tierra Blanca, y donde ya hace un tiempo nos habíamos mudado después del viaje de mi padre, una vez màs, a los Estados Unidos, en calidad de bracero. Un día me dijo don Goyo,”Si deveras crees que estás en la razón, pelea con todas tus fuerzas para hacer las cosas a tu modo. Sólo los pescados muertos no van contra la corriente parientito ¿eh?”,me confiaba, mientras le ayudaba a dar vueltas y más vueltas al bote de las delicias.

Contrario a Tierra Blanca, al que se llegaba bajando por un camino real, algunas veredas estaban llenas de huizaches y cacahuates, y por el mismo monte, Teloloapan, podríamos decir, un pueblo de altura, a cuya iglesia, cerca del Palacio Municipal, plazoleta y cine, se llegaba por empinadas calles empedradas, las mismas que hace más de cuarenta años a los niños de entonces, nos servían como precisos toboganes de nuestros vertiginosos bólidos, en que se convertían nuestras viejas tablas de madera, que, embadurnadas con cera de veladora, no tenían otro encargo que deslizar lo mejor de nuestros sueños y emociones.

Sin embargo, fue en Tierra Blanca donde viví los mejores momentos de mi niñez. Tan pronto llegaban las vacaciones de la escuela primaria “Macrina Rabadán” de Teloloapan, montaba el burro que tenía mi abuelo y arriaba con él, hasta donde nos esperaba la abuela, con las tortillas de nixtamal, frijoles de la olla, cecina de venado, queso, nata fresca, salsa de molcajete, agua de canela con piloncillo y, a veces, un carácter de la tiznada.

En ese pueblo más bien pequeño, como un barquito de papel, colaboré en las tareas propias del lugar y de aquel tiempo, como sembrar y pizcar maíz, fríjol, cacahuate, calabaza, cortar leña, ordeñar, ... “Hoy te toca llevar las bestias - caballos o burros - al ojo de agua Chato y les das bien de tragar” era, entre otras, una instrucción común de mi abuelo. Y luego de cumplir la tarea: ¡el gozo!, a recorrer potreros y cerros en el lomo de mi caballo “El Gacho”, cuya oreja derecha caída no le impedía retozar conmigo. Nadar en sus arroyos y treparme a las ramas de guayabos o ciruelos para recibir sus frutos o amparar mi descanso, fueron otros tantos regalos de Tierra Blanca.

En una ocasión, en plena siembra de fríjol, los cuervos aparecieron en grandes parvadas, causando un grave problema al rascar y sacar la semilla, recién depositada en la tierra de un extenso llano. De modo que mi abuelo tuvo la genial idea de nombrarme “cuida cuervos”, aunque yo, en secreto, claro está, preferí el título de “cuida estrellas”. Mi labor consistía en impedir que “volara” y fuera devorado el fríjol, quedándome toda la noche sobre un árbol, en una improvisada cama de manojos de zacate de maíz, a la espera de la aparición de los alados saqueadores, es decir, muy de mañana, y, resortera en mano, acabar con la amenaza.

¡Ah, que mi abuelo tan llano e ingenuo! Como era de esperarse, fracasé en la encomienda; en la de mi abuelo desde luego, que no en la mía. Al comenzar la noche, estuve dispuesto a dormir de inmediato para estar fresco a la mañana que seguiría, pero fue tan seductor el cielo, con su cobija de estrellas, que mis energías se agotaron en las horas y horas que pasé ejecutando uno de mis mayores ejercicios: mirar el infinito y soñar y soñar y soñar...

Ya se sabe que la memoria es una compañera poco confiable, y que sólo recordamos aquello que queremos. Sobre todo, olvidamos o amortiguamos los dolores, cosa que, por otra parte, me parece poco sana y hasta peligrosa, si me atengo a la promesa que le hice a Teresa - así le llamaré a mi ánima, alma, conciencia, o hasta árbol, como se prefiera - de explorar lo más que pueda de mi vida en este recorrido.

Tierra Blanca y Teloloapan son mi tierra y mi tierra fue mi jardín hasta los once años. En ella, conocí los amigos que Teresa llamaba “invisibles” y que, según yo, brotaban en forma de manantiales. Otros fluían como ríos o viento en extensos prados verdes. Otros más, se me aparecieron como jacarandas o geranios en sus huertos; como pichones o colibríes con los que nunca dejé de conversar, a pesar de un padre siempre ausente de la casa. Fue elevado mi jardín, que duda cabe. Lo rodeaban barrancos, lo azotaron tormentas; algunas flores se marchitaron, algunos arroyos se secaron. Pero en el centro de ese jardín, mi jardín, hubo siempre un árbol que resistió permanentemente a todas las borrascas y cuyo tronco era su fuerza, la fuerza mía.

Sus ramas fueron siempre frondosas, renovadas, protectoras. A su sombra me crié, en sus hojas aprendí. Árbol duro solamente de corteza, a veces hostil, pero igualmente sabedor de la importancia de sonreír para sí mismo y para sus retoños. Árbol que aprendió el difícil arte de envejecer con generosidad y sentido del humor. Árbol que no buscó los halagos y mucho menos los agradecimientos; prefirió los afectos. Árbol que para mí era Teresa, pero que mis hermanos preferían llamarle "mamá".

Hasta aquí podría decir que mi niñez fue “normal” y, si me apuran, hasta feliz. Si bien no tuve regalos en navidad, los paseos y las comodidades que otros chicos de mi edad, con justicia, presumían, disfruté, en cambio, mi intimidad con el campo. En su inmensidad, y con quienes lo conformaban, me reuní a ejercer dos de los milagros de la condición humana: amar y conversar. El y yo conversábamos, esto es, conversaba conmigo o, mejor aún, me conversaba a mí.

De igual manera, amé los sábados de gloria, con sabor a feria y baile y canutos de mil sabores; degusté el mole de mi tía Ángela, jugué con mi perra “Gorila” y disfruté emocionado las tardes de buen toreo del tío Pancho, las historias que nadie creía de Celerino el peluquero, así como las clases de “Lengua Nacional” del maestro Gelasio, a pesar de los borradorazos que nos lanzaba a quienes lograba pillar distraídos. Las películas de Tarzán en el cine de los Salgado y hasta las peleas “a mano limpia” con “El Plebe” y “La Cucha”, que el mocoserío festejaba en el callejón que unía la calle Victoria con la capilla de la Cruz de la Vidriera.

No obstante, la alegría que mi corazón advertía ante el paisaje que rescataba en Tierra Blanca, decaía, apenas me encontraba frente a cualquier persona desconocida y en un espacio que no fuera el llano. Mi timidez rayaba en el sonrojo fácil e incluso en el gesto huraño y hasta fiero. “A veces, se pone como un cabrón lobo”, le escuché refunfuñar más de una vez a mi madre. No recuerdo muchos amigos en la escuela, en excepción de mi primo Apolinar, “El Cometa”, quien se aparecía en clase cada quince o treinta días. Si algo me comenzó a distinguir entonces, fue una creciente incapacidad para eso que los eruditos llaman “sociabilizar”. Una facha de despiste y enojo, denunciaban en mi cara pecosa un sentimiento de desconfianza que aumentaría con el tiempo. A este racimo de contrariedades se uniría la congoja a poco de que Joaquín, mi padre, anunciara lo que para mí fue un contundente fierrazo: “Que tu madre te ponga en una caja de cartón una camisa y un pantalón; mañana nos vamos a la capital, a la Ciudad de México”. Así daría un cambio radical mi vida...así cambiaría el burro por el tranvía.

Y ahí quedó, Tierra Blanca, mis estrellas y Teresa…y recorro ese camino que mi padre puso en mis pies…y me trajo hasta aquí…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es usted una persona excepcional!
Felicidades!

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Orlando