domingo, 7 de septiembre de 2008

EN LAS MANOS DE DIOS


Conforme avanzaba hacia la entrada de aquella sombría vecindad de uno de los barrios más pobres de la Ciudad de México, María apretaba severamente las mandíbulas mientras sus delicadas y pequeñas manos destilaban chorros de sudor.

José tampoco pudo ocultar su nerviosismo y cuando entraron a lo que hacía las veces de sala de espera, de lo que pensaron era un consultorio, se miraron sorprendidos al constatar la presencia en el lugar de por lo menos cuatro parejas más; de las cuales las muchachas no rebasarían los 23 años de edad.

Luego del trámite de rigor con una recepcionista entrada en inviernos y que vestía muy formal, esperaron su turno en un pequeño patio desde el que se veía un automóvil nuevo y caro estacionado en la calle. Cerca de éste se encontraban dos jóvenes que parecían discutir; la chica comenzó a llorar.

Minutos después apareció frente a María y José un hombre maduro de hablar cariñoso y cordial. Era el doctor, evidentemente.

-¿Quién es el enfermito?, díganme
-Yo doctor -respondió María-, con voz temblorosa, y enseguida explicó su situación.
-Muy bien madrecita...¿quieres que te de cita para otro día, o...?
-No doctor, si se puede ahorita mismo.
-Muy bien madrecita, pero me tienes que ayudar con reposo absoluto durante ocho días ¿de acuerdo?...Y les va a costar tres mil quinientos pesos.

Nuevamente saliero al patio, mientras las otras pacientes eran atendidas. María vivió entonces los peores momentos de angustia durante esa nueva espera. "Allá adentro estaré sólo en las manos de Dios", se dijo. Mientras José tomaba lugar en la reducida sala y fingía leer el periódico. Durante veinte minutos, apróximadamente, en su cabeza y corazón solamente se movió la imagen de la dulce mirada de su compañera, quien al poco rato apareció con una palidez extrema en la cara y haciendo muecas de dolor.

Compraron dos jugos de botella y abordaron un taxi rumbo al sur de la ciudad. José le pidió al chofer que manejara despacio y con cuidado. Abrazados y recordando los rostros atemorizados de aquellas jovencitas de la vecindad, coincidieron al susurrar: "Dios nos tuvo en sus manos".

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