Estuve sentado horas y horas cerca de mi ventana de cuarto piso, contemplando una luna excelsa y brillante, con las manos entrelazadas enmedio de las piernas y evocando las noches cálidas de mi pueblo. Soplaba un viento frío que golpeaba mi cara. Me costaba creer como en tan poco tiempo mi ánimo podía abatirme así, al grado de impedirme "conversar" con mis pensamientos e incluso sentir cierta incomodidad al escuchar la múisica que más me gustaba.
Quizá fueron los rayos de ese espléndido astro, quizá fue la luz mandarina y tibia de su presencia invisible que me iluminó de pronto. Lo cierto es que en un barquito de papel puse lo mejor de mis recuerdos y me arrisgué gustoso a restarle dimensión a mi tristeza. Creí que semejante recurso era lo más conveniente en este tipo de menesteres.
Impulsados por mi demedido anhelo y las notas musicales de Morricone, sus pequeños dobleces llevaron al barquito de papel por todos los rincones de mi habitación, depositando aquí y allá rotundas manifestaciones de júbilo. Sin embargo, sólo Dios supo todo lo que ocasionó tan súbito vacío generado por mi desconsuelo.
En esa minúscula nave de papel se reunieron melancólicos, más bien agobiados, las macetas, el sillón negro, la silla de madera, una lámpara de barro, un viejo perchero y un ramo de jacintos; este último reiterando a sus camaradas que el perfume de sus ejemplares regresaría, tan pronto pudiera ver mis ojos reflejados en sus ojos maravillosos y su sonrisa que todo lo ilumina.
La noche se hacía más vieja y la luna se comenzaba a opacar. Procuré abatir mi congoja, pero simplemente no lo pude lograr. Pudo más el descontento y la penumbra. Después de ver largos minutos su retrato, donde aparece sonriente, con quién sabe qué músicas en el pensamiento, me repetí una y otra vez: "Quisiera que estuvieras aquí, conmigo, mi niña deliciosa". Luego de llorar como un niño al que le quitan su juguete, trepé al barquito de papel y me quedé profundamente dormido...con música de Morricone.
Quizá fueron los rayos de ese espléndido astro, quizá fue la luz mandarina y tibia de su presencia invisible que me iluminó de pronto. Lo cierto es que en un barquito de papel puse lo mejor de mis recuerdos y me arrisgué gustoso a restarle dimensión a mi tristeza. Creí que semejante recurso era lo más conveniente en este tipo de menesteres.
Impulsados por mi demedido anhelo y las notas musicales de Morricone, sus pequeños dobleces llevaron al barquito de papel por todos los rincones de mi habitación, depositando aquí y allá rotundas manifestaciones de júbilo. Sin embargo, sólo Dios supo todo lo que ocasionó tan súbito vacío generado por mi desconsuelo.
En esa minúscula nave de papel se reunieron melancólicos, más bien agobiados, las macetas, el sillón negro, la silla de madera, una lámpara de barro, un viejo perchero y un ramo de jacintos; este último reiterando a sus camaradas que el perfume de sus ejemplares regresaría, tan pronto pudiera ver mis ojos reflejados en sus ojos maravillosos y su sonrisa que todo lo ilumina.
La noche se hacía más vieja y la luna se comenzaba a opacar. Procuré abatir mi congoja, pero simplemente no lo pude lograr. Pudo más el descontento y la penumbra. Después de ver largos minutos su retrato, donde aparece sonriente, con quién sabe qué músicas en el pensamiento, me repetí una y otra vez: "Quisiera que estuvieras aquí, conmigo, mi niña deliciosa". Luego de llorar como un niño al que le quitan su juguete, trepé al barquito de papel y me quedé profundamente dormido...con música de Morricone.